¿Qué entendemos por un disruptor endocrino?
La definición que más se acepta es la propuesta por Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos como «Un agente que interfiere con la síntesis, secreción, transporte, unión o eliminación de las hormonas naturales en el cuerpo que son responsables para el mantenimiento de la homeostasis, la reproducción, el desarrollo y/o comportamiento” [1].
Estos agentes o productos químicos que se pueden encontrar en el ambiente, son capaces por lo tanto de afectar al sistema de endocrino tanto de animales como de humanos con consecuencias negativas no solo en la salud reproductiva sino en otros sistemas biológicos esenciales para el mantenimiento de un estado vital normal.
Son compuestos de naturaleza lipofílica, de ahí su tendencia a bioacumularse en el tejido adiposo y transmitirse a lo largo de la cadena alimentaria. Además, están dispersos por todo el planeta (son ubicuos) ya que son empleados globalmente y son transportados por el aire y el agua, lo que implica que todos los seres vivos son susceptibles de una elevada exposición.
Es por ello que, en los últimos años, se ha suscitado en la comunidad científica mundial una preocupación creciente por los posibles efectos adversos que se podrían derivar del contacto con este tipo de sustancias.
Su interferencia con el funcionamiento del sistema hormonal (afectan casi a todas las hormonas, incluyendo estrógenos, andrógenos, progestágenos, hormonas tiroideas, y hormonas hipotalámicas e hipofisarias) [2], se debe fundamentalmente a alguno de los siguientes mecanismos de acción (figura 1):
Existen varias sustancias químicas (figura 2) que son consideradas como responsables de este tipo de eventos, entre las que se pueden destacar dioxinas y furanos (generadas en la producción de PVC y pesticidas organoclorados, el blanqueo con cloro de la pasta de papel y la incineración de residuos), los pentaclorobencenos o PCB (aunque se dejaron de producir, están todavía en uso en transformadores y equipos eléctricos), un amplio número de plaguicidas como el DDT o el endosulfán (muy usado en la agricultura española), el hexaclorobenceno o HCB (fungicida, preservador de la madera, …), los ftalatos (se emplean en la fabricación de PVC) y los alquilfenoles (proceden de la degradación de los detergentes) [3]. También destacar la importancia de xenobióticos que pueden actuar como potenciales obesógenos en humanos como el dietilestilbestrol o DES (estrógeno sintético muy utilizado en los años 40 a 70 para tratar la amenaza de aborto), la ginesteína (utilizado como antihelmíntico) y el bisfenol-A o BPA (componente de los plásticos en los que se envasan los alimentos) [2].
Estos disruptores endocrinos pueden entrar en el organismo a través de varias vías, bien sea la oral mediante el consumo de alimentos o agua contaminados, cutánea, inhalatoria, intravenosa o por transferencia biológica a través de la placenta y la leche materna de la madre al bebé.
Su existencia deriva en numerosos posibles efectos sobre la salud de la población, pues se les ha hecho responsables un aumento en la frecuencia de anormalidades genito-urinarias en los infantes (Ej.: hipospadias), problemas de fertilidad (baja calidad del semen), cáncer de testículo en hombres, … y cáncer de mama, síndrome de ovario poliquístico, endometriosis, … en mujeres. También mencionar su probable contribución al desarrollo tanto de enfermedades neurológicas (Ej.: autismo, Alzheimer, Parkinson, …) como de desórdenes metabólicos (Ej.: obesidad, diabetes, síndrome metabólico, …) que tienen gran protagonismo en la epidemiología actual [1]. Son especialmente sensibles los embriones y los fetos que, recibiendo estos químicos durante su desarrollo antes del parto y durante el amamantamiento, son susceptibles de sufrir las consecuencias de la exposición durante el resto de su vida [3].
La evidencia en cuanto a los potenciales efectos dañinos de estos químicos en animales de laboratorio y en la vida silvestre (Ej.: peces, anfibios, aves, invertebrados, …) es clara, pero todavía limitada respecto a los humanos, teniendo en cuenta los niveles de exposición actuales (son muy pocos los productos en los que se ha comprobado que existía realmente esa interrupción del sistema endocrino). Parece ser que el contacto con estos productos nos solo afecta al organismo expuesto y a su descendencia, sino que repercute en las sucesivas generaciones a través de mecanismos epigenéticos.
Uno de los mayores problemas que presentan es en la evaluación del riesgo que se efectúa para mantener ciertas sustancias bajo control, de forma que se puedan sacar al mercado, eliminarse o mantenerse hasta que se demuestren sus perjuicios. La particularidad de los disruptores endocrinos es que sus efectos se producen a niveles extremadamente bajos (pueden actuar a niveles de partes por billón) lo que dificulta enormemente la posibilidad de medirlos para establecer sus límites de exposición (pueden no tenerlos) sin disponer de equipos de análisis muy sofisticados. Además, pueden persistir en el cuerpo durante años (efecto acumulativo), suponiendo así un mayor peligro, sobre todo, al compararlos con otros suplantadores hormonales presentes en la naturaleza (Ej.: estrógenos vegetales).
Otra cuestión a valorar es que sus posibles efectos pueden estar influenciados por otras causas como los hábitos de vida del individuo, enmascarándose su impacto real en la salud que dependerá también del momento del ciclo vital y duración de la exposición, la dosis del tóxico y las posibles sinergias con otros químicos.
Es por todo ello que se hace necesario la aplicación del principio de precaución mediante el cambio de los procesos de elaboración/fabricación/tratamiento de ciertos productos sintéticos y la búsqueda de alternativas que garanticen una mayor seguridad.
Son muy diversos los usos para los que se emplean estas sustancias sospechosas, teniendo una presencia relevante en muchos objetos que con los que convivimos (de uso diario) y que están al alcance de nuestra mano tales como cables eléctricos, cosméticos, juguetes, productos de limpieza, botellas de plástico para agua, biberones, insecticidas, lubricantes, …, lo que convierte en toda una odisea el poder librarse de estar en contacto con ellos [3].
En vista de todo lo mencionado y dada la gran problemática que plantean para el mantenimiento de unas condiciones de vida óptimas, concluimos que los disruptores endocrinos deben ser tenidos en cuenta como un problema de salud pública y que es muy necesario el desarrollo de políticas orientadas a la prohibición inmediata (Ej.: plaguicidas) de algunos de ellos, así como la reducción progresiva de otros (Ej.: PVC) o el replanteamiento de la necesidad de algunos productos en cuya fabricación se están incluyendo. Destacar que, aunque su empleo está ya prohibido en muchos países, todavía quedan muchos residuos en el medio ambiente (su larga vida media es beneficiosa para la industria, pero los hace especialmente nocivos)
Entre las estrategias llevadas a cabo para disminuir la exposición a los disruptores endocrinos, está el empleo de una serie de códigos presentes en los plásticos (figura 3), que nos permiten distinguir aquellos más seguros (códigos 1,2,4 y 5) de los que deberíamos evitar por contener PVC, poliestireno o bisfenol-A (códigos 3, 6 y 7 respectivamente)
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS: